martes, 1 de mayo de 2012

II. LIMA EN ROCK (1)

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LA PRIMERA NOVELA que leí de Fernando Alencastre fue San Miguel al amanecer. La hallé refundida en uno de los stands menos frecuentados de la Feria del Libro Viejo «Carlos Prince» durante una breve estadía en Lima, horas antes de continuar nuestro viaje con destino a C*. Florencia esperaba a nuestro primer hijo y, tal como lo acordamos, nacería en la tierra de sus padres. Se sentía mucho más segura con su familia cerca. Le di toda la razón. Aprovechamos el receso del verano en la universidad y la generosa invitación de mis suegros para hospedarnos todo el tiempo que fuera necesario. Ambos disfrutábamos de una extensa licencia laboral, de modo que, por ese lado, no existía apremio alguno y, ya que iba a disponer de mucho tiempo, decidí leer cuanto libro cayera en mis manos sin otro criterio que no fuera la espontánea atracción del momento. Así que aproveché la escala en Lima para comprar libros y también películas en los lugares que recordaba, como si fuera ayer, se vendían copias muy baratas y de buena calidad. Fueron tres días navegando entre almuerzos, meriendas y cenas, haciendo malabares para cumplir con las visitas y complacer las invitaciones de familiares y amigos a quienes no podíamos defraudar. Y es que Florencia, no obstante lo avanzado de su embarazo, conservaba una increíble reserva de energía para cumplir con casi toda nuestra mini agenda limeña. Ella era la más interesada en que viéramos a mis parientes —idea que no me entusiasmaba en absoluto— «para que supieran lo magnífico que nos iba y que al fin nos habíamos decidido a ser padres». Habría cambiado todo ese trajín solo por ver a mi madre, a Sergio y a las gemelas, pero en ese instante no era posible. Mamá estaba en San Francisco con Fiorella, ultimando los detalles de su matrimonio; Carolina por darles el alcance en un par de días; y Sergio de buscavidas en algún lugar de Centroamérica. Mamá llegaría a C* en un par de semanas, lo cual me reconfortaba. «No me perdería la llegada de mi primera nieta por nada del mundo», decía.

Desde niño siempre me aburría soberanamente en las fiestas y reuniones que mis padres organizaban en casa. Detestaba participar de los ridículos juegos improvisados por mis primos o, peor aún, temblaba de rabia cuando por complacer a mi madre, me obligaban a exhibir mis habilidades con el órgano electrónico o a declamar algún poema para la ocasión. En la adolescencia recrudeció esta aversión a las reuniones familiares, salvo por las ventajas que ofrece ser un poco mayor, como beber o fumar junto a los adultos sin que mis padres me amonestaran por ello. En la adultez, me vi obligado a ser más concesivo para no lucir como un aguafiestas. A medida que uno envejece ciertos compromisos sociales son ineludibles. En la universidad todavía es manejable el evadir una que otra reunión familiar. En mi caso, los amigos suplantaron con eficiencia mi fragmentada vida familiar durante ese periodo. Pasar el tiempo con ellos era liberador, gratificante, placentero. Pero el trabajo y después el matrimonio terminan por envolvernos dentro de una enorme red de compromisos que, a riesgo del desempleo o la soledad planificada, muy pocos pueden eludir. Echarle a perder la velada a mis tíos, que tan generosamente me recibieron cuando viví con ellos, no estaba en mis planes y tampoco defraudar a mis suegros, a quienes les guardo una inmensa gratitud. Florencia sabía muy bien de mi visceral intolerancia a las reuniones familiares, pero ella jamás acepta un no como respuesta y me conoce tanto que doy mi brazo a torcer solo por la manera en que lo pide. Lo hace como si realmente supiera que aceptaré sin dudas ni murmuraciones. Sabía que permanecer más de lo debido en esas tediosas y anodinas charlas me provocaba una sensación comparable a comer un plato caro, desagradable y mal servido. Por ello, con sus frases y maneras de señorita bien, logró que nos sacásemos de encima en tiempo récord a las hablantinas más célebres de mi familia. «Qué más quieres, solo así podremos cumplir tu recargada agenda», le susurraba mientras la tomaba del brazo saliendo raudamente para abordar el primer taxi que pasara por allí.


Pero también me las ingenié, a pesar de lo ajustado del tiempo, para caminar por aquellos lugares que habían ocupado buena parte de mi primera juventud cuando era estudiante y profesor universitario. Horas antes de que partiera nuestro vuelo a C*, me di una escapada por el centro. Pasé por Quilca, Camaná, La Colmena y los alrededores de la Plaza Francia. Luego enrumbé a Amazonas, ese lugar que tantas veces albergó mi calculada soledad de estudiante universitario. Con visible alegría constaté que varios libreros que solían ayudarme en mis pesquisas aún permanecían en sus locales. Aquí venía cada semana, mañanas y tardes enteras, sin dinero suficiente, pero igual me llevaba algo porque siempre había algo que comprar al alcance de mi bolsillo. Mi magro presupuesto nunca impidió mis incursiones por estos andurriales, y tampoco las graves advertencias de mis tíos y demás conocidos a quienes relataba con suma e ingenua emoción mis paseos por Lima la horrible. No me disuadían de mi rutina porque prefería mil veces estar allí que en casa...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

También yo y mi magro presupuesto preferimos estar en Amazonas que en casa. todos esos libros nos hacen ver el paraíso.

Charlie Caballero dijo...

ok pero difunda la página Che Macbeth!

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